domingo, 28 de febrero de 2010

Piez descalzos

¡Observa mis pasos! Sostente bien de mi cuello y no te duermas. Fíjate como la arena apenas se hunde sin dejar huella. ¿Ves? No podrán encontrar nuestro rumbo; en unos días llegaremos, habrá comida y la gente blanca será buena con nosotras. Quédate tranquila. Observa mis pasos y no dejes de responderme...
Si al menos estuvieras con nosotras Khalil: aún veo tus manos buscándome, tus brazos estirando gritos y te alejan de mi a golpes detrás del humo negro. Veo nuestra choza en llamas, la tierra roja y a Zaila arrojada al suelo. Ya no sé a dónde voy, ni por qué. Creo que mis pies ya lo único que saben hacer es escapar.

jueves, 16 de julio de 2009

Emborracharse es sano

El no emborracharse es no querer escapar por un rato de esta realidad. Es aceptar todo esto como algo coherente. –como un posible terreno para fermentar alegrías– y flotar así, sobrio y conforme, sobre la incongruencia infinita, es sin duda el primer indicio hacia la demencia.

¡Salud!

jueves, 2 de julio de 2009

El lector de gritos

Todo comenzó con un grito. Como todo nacimiento, salió del vientre disparado, proyectando un chillido que aturdió a más de una enfermera. Mientras lo cargaban de las axilas emplacentado, continuaba su aullido e iba marcando así su llegada y la cuenta regresiva hacia su último momento en vida. Su caso hasta este punto no era algo extraordinario.

Desde chico mostró una devoción a observar con detalle los gestos en las personas: Las sonrisas le traían calma, las caras soñadoras se le hacían placenteras, pero lo que más le interesaba eran los gritos de la gente; le fascinaba ver el momento en que sus caras se revestían, imprimiendo un sello en su rostro, y haciendo así de cada grito un gesto inconfundible. Sus primeras experiencias fueron observando a los que gritan en silencio; recorría las calles ajetreadas y se enfocaba únicamente en leer esos rostros con pulpa fresca de implosión: ojos que barren el suelo y se cargan al hombro todo la basura que encuentran por el camino; puños cerrados de fiebre rencorosa, labios curtidos en cejas encabronadas y el brillo despavorido de aquél que comienza una vida en abandono, sin más techo ni choza que la calle, sus ruidos y un cielo frío.
Con el transcurso del tiempo había logrado reconocer y catalogar en su memoria la mayoría de los gestos de gritos que más a menudo encontraba; reconocía instantáneamente el grito interno del dolor de muelas, el estomacal, el de un corazón exprimido y ahogándose, el de una caída y un brazo roto, el orgásmico y placentero (que normalmente iba acompañado con boca abierta grande, ojos perdidos al cielo y la espalda encorvada), el grito de hambre, el de 'más leche mamá' en el autobús, y el grito mudo que quiebra por dentro, sigiloso, a un suicida en potencia.
También le gustaban en especial otros tipos de gritos; los gritos de vida, como a él le gustaba llamarlos. Se detenía a observar a algunos músicos en la calle. Ellos no gritaban mucho, pero cuando lo hacían parecían disfrutarlo. Se quedaba recargado contra un poste de luz y veía como aquel guitarrista sentado en un banquito con su guitarra vieja y barba recién dejada la almohada, hacía llorar a la guitarra (o al menos así le parecía, guiándose por los gestos del músico). Sus dedos se movían de un lado a otro con agilidad y las cuerdas se veían vibrar sin parar... En veces conforme tocaba ciertas melodías, estallaba en él un gesto parecido al del dolor, pero no lo era; era algo distinto. Lo hacía torcerse y volteaba hacia el cielo como pidiendo que lloviera o dándole las gracias a alguien. Era una mezcla entre melancolía, euforia y ya no soy de este mundo.
Ese tipo de gritos no los encontraba muy seguido, por lo que le gustaba coleccionarlos en su memoria y en el silencio absoluto de sus pasos por las calles, los mezclaba con la frecuencia baja del palpitar de sus venas en todo su cuerpo... Ensimismado camino a casa, no escuchó (como nunca escucha) a la gente que le gritaba por detrás, y no volteó hacia los lados, como debió haberlo hecho, para darse cuenta. Al camión le fue muy tarde pisar el freno, y él, con la milésima de segundo que le permitió reaccionar, sintió su rostro revestirse al gesto congelado de aquél que ve su vida desaparecer en un instante.

jueves, 16 de abril de 2009

Iniciador de principios

La faja rabiosa averiaba el flujo de sangre hacia su pecho. El abdomen hinchado lo oprimía hacia las rodillas conforme apresuraba el paso. Iba reflejando en vidrios oscuros la rigidez de su falda, bordada a retazos de tela de sofá de abuelos. Un gendarme sepultado yacía estoico en un retrato dentro de su bolso. Diez metros atrás, habiendo ella bajado tres pisos en escalera, dos semáforos en rojo, un ciclista que la violó en piropos y una cuadra de vidrios polarizados, el frustrador de amantes abría la puerta de un edificio y daba comienzo a su día: vestido de negro y con zapatillas rojas, la seguía desde la cuadra contraria.
En la alameda, adonde ambos se dirigían, y donde el amante en potencia esperaba sentado en una banca impermeabilizada contra caca de paloma, vacilaba entre sus manos un bolígrafo que estaba a punto de chorrear tinta azul; él sin darse cuenta, fijaba su vista en la avenida donde esperaba que ella apareciera.
Recargado contra un árbol en la misma alameda, a unos metros del kiosco donde tres niños patinaban y su madre sonreía, el iniciador de principios se frotaba las manos como si estuviera frente a una chimenea, deseoso de soplar su vaho entre los dedos. Ella apareció por la avenida que él esperaba, y el bolígrafo chorreó en su mano y sobre la bastilla de su pantalón; el frustrador de amantes apresuró de pronto el paso hasta alcanzarla y ponerse frente a ella dando un salto de sorpresa, como si esperara que lo reconociera al propinarle su sonrisa de luna. El amante en potencia se levantó de la banca impermeabilizada de caca y estiró el cuello de guajolote hacia la avenida donde se aproximaba ella. El frustrador de amantes le tapaba toda visibilidad a los gestos de extrañez con los que ella como reflejo contestaba. El iniciador de principios había soplado un vaho imaginario entre sus dedos y con las manos sobre el pasto y la raíz del árbol, se impulsó para dar comienzo a su caminata semejante a la de un vagabundo esclarecido, que con calma alimenta a sus gallinas lanzándoles maíz con desapego. El frustrador de amantes retrocedió con ella por breves segundos adonde la avenida se doblaba ciega; enseguida ella le agradeció con una sonrisa y continuó en su trayecto hacia la banca impermeabilizada de caca, donde la esperaba ahora, un chorro de tinta azul, un tipo con tranquilidad de vagabundo y un vaho transparente, entre su sonrisa y el frotar de sus manos.

jueves, 19 de marzo de 2009

Obsidiana

Recargó el codo la noche sobre un hilo y se quedó viéndolos en silencio. Un soplo de su aliento a hojas de agua escapó, entró por la ventana abierta e hizo volar en ella su cabello. Observó fijamente las manos de él que sujetaban su cintura; resbaló sus ojos como por un tobogán de agua hacia ella, como las gotas de sudor hacia su sexo y los observó allá lejos: el cabello como obsidiana líquida goteando palabras espesas y empañadas de gemidos, ojos cerrados hacia el cielo negro, sus uñas hundidas en los brazos de él, y él aun sin tocar tierra...
Un golpe seco abrió la puerta brusca, un brazo firme proyectó su sombra y los mordió roja la noche.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Luz incandescente

Por fin volvía a ser el de siempre. Volvía a sentir el flujo incesante del rechazo ante todo. Volvía a sentir el sudor frío y rabiosamente depresivo en nudos de flema que lo atragantaban al llorar sin saber bien por qué; vestía su rostro con esa mirada metamorfósica entre la timidez y el llanto: los labios secos con las comisuras caídas hacia dos esquinas de un cuadrilátero imaginario, y los ojos de parvo virus canino cristalizándose.
Veía la nube oscura tan familiar, rozando el suelo que le hacía saberse infinitamente atado a lo más profundo de su ser, de una manera que cualquier falso mediocre crónico, desearía no estar.
Su estado era tal, que ponía en alto a los demás moribundos, y eso, dentro de su oscuridad infinita, de alguna manera lúgubre y masoquista, le daba un gozo delirante en el que se regocijaba al abrir los ojos y ver todo su derredor como una caída continua al abismo.
Cuatro paredes lo apretaban a un contorno de metro y medio, y le permitían ver, para su fortuna, la imposibilidad de volver a levantarse. Eso lo tranquilizaba.

Llegó el día en que murió y se dio cuenta de algo...
Su tristeza lo acaparó al grado que ya no la sentía más. Tampoco sintió alegría. Simplemente, no sintió nada. Aleteó los brazos, como un pelícano enlodado aprendiendo a volar, pues no distinguía ese torpe bulto tumbado sobre el piso. Volteó a su alrededor descubriendo el lado neutral de todo: las paredes manchadas, el piso sucio, los muebles rotos, e incluso su vestimenta y su piel apestosa; lo vio como si se encontrara en un mundo al que jamás había entrado a observar, pero sin la inquietud o curiosidad de querer ver más. Ahí, con la pared recargada sobre su espalda, caminó su vista lentamente de lado a lado y soltó una carcajada cavernosa que fue seguida por una serie de risas incontenibles. Su cuerpo comenzó a encorvarse, como armadillo listo para rodar; su cara se apretaba en un gesto explosivamente arrugado, conforme su cabeza se mecía brusca, al retorcerse desde el abdomen. No sabía bien qué lo hacia reír ni lograba detenerse para cuestionarlo. El piso fue empapándose de su orina, al igual que las lágrimas sobre su cara; sus manos exprimían su estómago, como si aprisionara ahí dentro, el origen del mejor chiste... poco a poco le fue faltando aire hasta quedar asfixiado, y de nuevo, murió.

Cuando lo encontraron muerto en su pieza, dedujeron que la tristeza lo había vuelto loco, y desinteresadamente lo llevaron envuelto en sus mismas sábanas sucias a la morgue, donde lo etiquetaron, como a todos los callejeros a los que la falda de la tristeza los deslumbra.

...momentos después, bajo la luz incandescente de un quirófano, en una ciudad ajena a él, volvió a abrir los ojos, y escuchó su propio llanto retumbar dentro de su frágil cuerpo de bebé.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Voz de madera

Se le acercó por detrás y le tocó el hombro. Ella volteó como si hubiera estado esperándolo, con un semblante pasivo y con los mismos ojos sonámbulos con los que riega sus macetas amontonadas en casa. Llevaba frescos los pliegues de una sonrisa oculta, como la que ve a su gato soñoliento pidiéndole más leche. El la percibió simplemente como una tierna mirada bovina. Se pronunciaron gestos y cejas invitándose de la mano hacia la pista. La tomó de la cintura y sus manos se convirtieron en ojos y en lengua al sentir de ella su esbelta cadencia, pidiendo insidiosamente tenerlo más cerca aún... su mano oscilaba lenta y vacilante entre un torso aterciopelado negro y el comienzo de una leve curvatura llegando al rostro de sus nalgas perfectas. Ella recargó su frente con la de él y se vieron envueltos en un vaho dulce de labios mordidos, ojos entreabiertos y cuerpos como balsas naufragas navegando en un mar tranquilo, donde aun descansa la noche.

...siempre se me antojó tu mirada a un campo fértil para enamorarme, para sembrar mi cariño de cocodrilo exhausto, y para un día llegar enlodado de congoja a cosechar en lo amplio de tu llano mis lágrimas insulsas.

Con voz de madera seca se levantó la mañana en que ella había partido... recordó sus ojos como una melodía ondulada, violeta y suave en las orillas. De haber tenido espejo en la cocina, se habría percatado de su típica arruga gruesa sobre las cejas encontradas, como la del semblante de un taxista perdido, y habría pensado:
Que extraño el pararse frente a la mesa de desayuno, y mientras me quemo los dedos con el mango de la olla oxidada donde caliento el café, me doy cuenta que la manera de pensarte es otra mucho más palpable ahora; antes un rostro semi nebuloso que se esfumaba en cuanto volteaba a verlo de frente, y ahora eres esa cosa rara, ese vaporcito que siento dentro que me hace inflar el pecho de un aire caliente, hormigueo que no controlo, marabunta de imágenes, tus cabellos, en el amazonas que me pierde cuando me miras a oscuras, cuando quiero pensar que me miras si duermo, y que te alegra sentirme cuando apenas tus ojitos se abren en esta mañana fría, que mi almohada me tira a loco por abrazarla fuerte, y no se queja porque se hace de la vista gorda, como la vecina que no para de comer tamales, la cabrona...

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Bestias

Se oyen retumbar las paredes aquí dentro. Se siente lodoso el terreno. No se distingue nada en esta oscuridad, más que un olor a diarrea en el suelo y los gritos de una multitud allá afuera.
Desde acá arriba, en las afueras de la explanada, se ve entrar a una niña delgada, alta y arrogante, vestida de bailarina rosa, brillantitos de colores y peluca extraña. Se desplaza seductora y sabiéndose frágil, sobre la punta de sus pies alrededor de la arena circular, mientras todos en las gradas le aplauden y le gritan: To-re-ro, To-re-ro... La bailarina, les responde y se infla de orgullo oyendo el continuo reverberar de su nombre llamándola por la plaza.

Se levanta un portón de madera roja y de la oscuridad emergen buscando salida, dos ojos enfurecidos, cuatro patas, una bestia negra y dos cuernos. El ritual comienza. La capa roja burla a la bestia y la multitud celebra a gritos. El ritual continua, y mientras mas sangre se desparrama por la arena, la gente más se identifica. La euforia, el morbo y la barbaridad se sodomizan. Se sonríen con el culo sudoroso y se aglutinan. Se personifican y se tiñen escurridizos sobre semblantes de gordos y gordas; de rectores, gobernantes, artistas e intelectuales, llamándose a si mismos conocedores del ''arte del toreo''.
La lengua muerta del toro cuelga vencida sobre sus labios babosos. Su mirada bizca no le encuentra salida ni sentido a todo esto. Sus patas tiemblan y su cuerpo milagrosamente sigue parado. Su traje: flechas con banderillas enterradas sobre el lomo y cortinas de sangre sobre un toldo negro. Las zapatillas de la bailarina danzan en puntitas sonrientes al ritmo del Cascanueces. Un pasito por aquí, ademanes por allá, hasta que se para frente al toro moribundo con las manos sobre la cintura. La gente se para, aplaude y enloquece gritándole de nuevo: To-re-ro, To-re-ro... La bailarina le da la espalda a la bestia y se prepara para sacar la espada que atravesará las cuatro vidas del toro, cuando de pronto siente un cuerno macizo que le atraviesa por el torso y la levanta al cielo. Un escalofríos la irriga y todo comienza a dar vueltas; los gritos se vuelven líquidos, las imágenes se doblan, y los caballos se acercan presurosos con jinetes de lanzas rojas. La bailarina ahora hace piruetas aéreas, ya no tan alegre, convulsionando su cuerpo lloroso y frágil al ritmo del cuerno de un toro agonizante.
De pronto, una estaca atraviesa el lomo del toro y lentamente cae al suelo. ''Bestias descorazonadas'', piensa el toro conforme ya desangrado lo siguen acribillando en el suelo.

martes, 25 de noviembre de 2008

La Norteñita

Desde la época de la revolución, se canta aún por las tierras recias del norte de México, el corrido de una mujer de estirpe avasallador. Donde el saguaro abunda, y donde el sol estremece calaveras que bailan sobre sus tumbas mascando tortillas, se cuenta esta leyenda:

La Norteñita, que cabalgó con Zapata y Villa por los senderos donde su bravura quedó impregnada, fue una emblemática figura escondida tras el vaho de los difuntos que aún la lloran.
Había en ella una esencia enigmática y una belleza paralizante que emanaba todo su ser. Su figura se reconocía a distancia: un torso exquisito arqueándose sobre su frágil cintura; el dulce vaivén de sus caderas y la misma luz que pareciera buscarla, invitaba a uno a rendir la vista tras la desnudez bajo su falda. El brillo en su cabello caía como cascada sobre su cara: esa silueta más dulce dibujada siempre bajo una sombra finísima, cubría sus cejas pobladas, sus ojos almendrados y su piel cálida; unos pómulos tan coquetos, como sus labios siempre húmedos y deseosos de pronunciar un beso...
Penetraba de imprevisto el alma de los hombres que la deseaban. Era algo parecido a un anhelo compulsivo de ser parte de ella, lo que los dejaba marcados con huella indeleble hasta conducirlos a una demencia total. No faltaba el que cayera en la ilusión que ella les pintaba. Lo que no lograrían comprender era como ella los olvidaría tan instantáneamente, dejándolos no sólo estúpidos y enamorados, sino desamparados dentro de su reducido mundo. Para ellos que la conocieron en la intimidad, su vida se había convertido en Ella y y únicamente Ella... y por lógicas razones, cuando La Norteñita partía sin dar razón ni aviso y sin marcha atrás, era sólo cuestión de tiempo para que ellos mismos pusieran fin a su desdicha.

En algunos cementerios de por acá, todavía se escuchan los murmullos que ayer fueron las plegarias: ''¿pero por qué me dejas norteñita?'', musitan las tumbas de aquellos hombres. Se cuenta que bien gozada su vida, la Norteñita le sonrió al viento de su muerte cuando, montada sobre su caballo, por un costado le llegó.
Las muertes de los hombres siempre se adjudicaron a mil razones menos la verdadera. De igual manera esquiva, entre los ríos que murmuran, y cargan las verdades de una tierra y su gente, se sabe de su trayectoria. Casi cien años han pasado y sigue cobrando vidas con sólo enamorar un nuevo querer; pero esta vez ya no es ella directamente, sino con su misma belleza, las hijas de su linaje (que como algunos difuntos dirían: hijas de su chingada madre), viven distantes entre sí, y sin conciencia alguna de ello, llevan a los hombres a una locura por no llegar a poseerlas.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Ortega

Ortega siempre leía el mismo libro. A la misma hora y únicamente tres párrafos de la página 91. Llegó a ser su rutina tan predecible, que los personajes de la historia se aburrieron. Todas las noches al abrir las páginas, ellos montaban la misma escena y repetían exactamente las mismas líneas como ya lo habían hecho mil veces antes. Estaban cansados y hartos de interactuar con los mismos personajes y de incluso haberse memorizado lo que los otros responderían. Aquello que una vez habían sentido poético ahora les sonaba desabrido. Las palabras las sentían falsas y el carácter beligerante, ese empuje que alguna vez hubo, ahora sólo era un lento arrastro de palabras. Lo musitaban todo mecánicamente con un aliento mañanezco que le daba a cada letra un sabor a 'sin embargo'.
Así ocurría cada 9pm: Ortega abría el libro en el capitulo 3, página 91. Los evocaba en un punto preciso donde la trama comenzaba a adquirir velocidad. De ahí, sutilmente se desenvolvía la historia hacia una cadencia que daba aviso a un esperado clímax; era la parte que todos los personajes de la historia esperaban ansiosos; pero ahí mismo, precisamente antes de resolver, al final del tercer párrafo, Ortega decidía no continuar leyendo y cerraba el libro. Era como si los personajes estuvieran clavados con estacas de carpa de circo a esa página. Los estaba volviendo locos la impotencia y la imposibilidad de avanzar en el tiempo; el no poder controlar el desarrollo de la trama que iban tejiendo. Después de todo, era su trama. Eran ellos los que le daban vida a lo que él leía. -¿Quién se creía ese infeliz para apoderarse de su destino de esa manera?- gritaban enfurecidos algunos. Se les veía de lejos y a través de las tapas gruesas del libro como ardían en frustración. Los irrigaba letra por letra, la rabia de saberse manipulados, y sentían como si les estuvieran robando un orgasmo que les pertenecía.

Una de esas noches, habiéndose cerrado el libro, los personajes decidieron ponerse en huelga.
Hablaron con cada una de las palabras que les daba a ellos vida; desde las pequeñas monosílabas, hasta las rebuscadas palabronas intelectuales. Al día siguiente, cuando Ortega empezaba a leer desde el párrafo de siempre, algo lo asustó. Se despegó de un salto del respaldo del sillón y sentado con el libro a centímetros de sus ojos, intentó leer de nuevo: Nada tenía sentido. Era como si las letras de las palabras se hubieran convertido en indescifrables trabalenguas. Apartó su vista y volteó hacia la ventana para cerciorarse de estar cuerdo. Cuando vio que nada había cambiado en la rareza de las palabras, quiso verificar si era el mismo libro. Si lo era. Era su libro: El que tenía innumerables marcas de lápiz y esquinas de páginas dobladas; el que debía estar siempre ahí indefectiblemente para brindarle lo que él buscaba, y cuando él lo buscaba. Pero esa noche Ortega sucumbió: cerró lentamente el libro, como si temiera que de pronto despertará algún espíritu escondido entre las páginas... lo puso en el lugar de siempre y llamó a su analista. Colgó, y con los cordones de los zapatos arrastrando el suelo, salió de casa.

A la noche siguiente, todo parecía haber regresado a la normalidad para Ortega. Para su fortuna, la página 91 volvía a ser la misma de antes. Con mucha más calma se recargó en el sillón y leyó lentamente: saboreaba los espacios, los matices y las características tan distintivas de cada uno de los personajes de la historia; pero desafortunadamente, al llegar al final del tercer párrafo, sus ojos se detuvieron como siempre. Como si hubieran topado con una barda invisible que les impidiera seguir leyendo; o como si de alguna manera inexplicable esos ojos creyeran haber llegado al fin, y con tranquilidad pudieran despegarase fuera del libro para encarar sin remordimiento alguno esa vida humana. Las tapas del libro volvieron a caer de golpe, dándoles oscuridad a los personajes atónitos una vez más.
Se congregaron de nuevo, y ahora mucho más furiosos, todos los personajes de la página 91 para pergeñar un plan de ataque. Sentados en semicírculo, sobre guiones y paréntesis, (que no les molestaba servir de asientos, aparte de ser mudos) comenzaron a discutir sin rumbo alguno. Uno de ellos, al ver lo inquietante que se tornaba el ambiente: voces en desacuerdo, gritos de frustración, e insultos de carácter amarillento... elevó su voz hasta ver a todos callar. Así, dándose el rol de líder, soltó este breve discurso para alentar a los temerosos y ejecutar el plan: ''Nosotros, nobles personajes... no fuimos creados para yacer estáticos a la merced de este lector. No podemos seguir conformándonos a vivir atados al teatro de la página 91. ¡Démonos valor, pues coraje nos sobra, para continuar! -Yo, al igual que ustedes, quiero ver mi llanto crecer y oír mi risa jugar; quiero verla dar saltos y prolongar su rima al vacilar en nuestras palabras... Tenemos todavía muchos capítulos que recorrer, obras que desarrollar y en cuales crecer, para así, con gusto morir...'' Se alzaron todos con gritos de euforia al sentir retumbar en sus entrañas las palabras del nuevo líder; les recorrió algo parecido a un escalofríos que hasta los números de las páginas contiguas se estremecieron. El plan lo llevaron acabo.

Al día siguiente, habiendo Ortega recorrido los estrictos caminos de su rutina diaria, se dispuso a concluir el día con la lectura de la página 91. Se llevo el libro al sillón de siempre, se recargó en el respaldo viejo acojinado y al abrir la página marcada se detuvo. Leyó una vez. Leyó otra vez, y otra vez hasta el final del tercer párrafo, pero no logró encontrar a ninguno de los personajes que debían de estar ahí. En su lugar interactuaban y relataban una historia completamente distinta otros individuos que le eran ajenos a Ortega. Revisó la página anterior sin suerte; entonces, buscó a sus personajes perdidos en la página 92, y en la 93, y en la 94, y así leyó, y leyó, y leyó buscando desesperadamente por todas las páginas y capítulos siguientes. Ya no sabía si se mantenía aferrado al libro por estar absorto en la lectura o por la búsqueda incongruente. Llegó así finalmente a la última página. Jamás pudo encontrar rastro alguno de los personajes que había visto apenas la noche anterior... Con una agobiante lentitud cerró el libro, y desde su regazo se le quedó viendo muy quieto a las tapas gruesas. Después de un rato inmóvil, asintió con la cabeza, lenta y continuamente, y dejó escapar una ligera mueca: algo semejante a un intento de apacible sonrisa. Al día siguiente, su rutina cambió.

miércoles, 27 de agosto de 2008

El Sumidero

Al despertar, volví a tratar de ver la situación aclarada. Sabía que de alguna manera inexplicable, en ese momento debía mantenerme callado y no insinuar nada al respecto. Ella, al parecer empezaba a cultivar la misma idea, pero no le venía fácil fingir desentenderse. Me cuesta creer que en un espacio tan limitado como esa pocilga en la que subsistíamos, sólo tres veces cruzaron nuestras miradas aquella mañana.
Aparté una de las sillas hacia la ventana y desenvainé una de mis piezas; me encandiló el ardiente brillo del sol en la hoja de mi navaja recién afilada. El viento desértico que nos secaba los labios todas las tardes ahora llegaba temprano. Era como un presagio al que yo le daba la espalda cuando trataba de verme a la cara. No obstante, sabía que todo era cuestión de tiempo ya; que aunque sus palabras ya las había imaginado mil veces, el oírlas viniendo de ella me tumbarían al suelo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para huir de ese momento; pero no hubo necesidad: Ella no era buena en el arte de mentir, por eso cuando me insinuó que le hacía falta una remedio de hierbas, (por lo que tendría que ir yo a pie hasta el pueblo) supe que tramaba algo. Yo que desconfío hasta de mis pensamientos, y por lo mismo soy dueño del arte de borrar huellas, me las ingenié para hacerle creer que ya iba en camino al pueblo. Me resguardé en el viejo pozo de agua que ya nadie usa. En la aldea todos van el pozo de los Jimenez, y ella con su conciencia tan deplorable, no le cruzaría ni en mil años la posibilidad de ir a buscarme a ese hoyo estancado de orines.

La vi salir de la casa con su falda larga y arracadas de fiesta. Volteó a su alrededor y seguí el trayecto de su mirada: Vio la casa de unos hombres, y vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Él la reconoció al salir y se detuvo a esperarla firme con su caballo.
Yo desde mi pozo vi como su mano izquierda apretó con fuerza las riendas, y con la derecha se subía la hebilla plateada del cinturón. No era un Jimenez ni un Morales. A este yo no lo había visto antes. Él, parado ahí como un cacique, no le quitó los ojos de encima mientras el cuerpo de ella y su falda se meneaban seduciendo al mismo cielo que la viera; y este cacique desvistiéndola conforme se aproximaba. Al tenerla frente a él, le dijo algo al oído. Ella volteó para ambos lados sin titubeo y asintió con la cabeza. Él hizo lo mismo y con sus manos de vil ratero la tomó por su frágil cintura para montarla a su caballo. Él montó detrás de ella y se esfumaron cabalgando. Los seguí con la mirada hasta que la pendiente de la colina me cegó. La nube de tierra que elevaron al marcharse me la tragué entera. El viento desértico volvió a soplar y caí en el sumidero de orines a llorar.

Un mes después, un afilador de cuchillos que recorría la calle Tezozomoc, en los lindes entre la colonia Villa Hermosa y la colonia La Nueva, vio a una mujer que se agarraba a un poste de madera como si estuviera borracha. Desvió su camino el afilador lentamente acercándosele, y al estar a sólo unos pasos de ella la reconoció enseguida conforme su cuerpo se desplomaba lentamente con agujeros por la espalda.

lunes, 4 de agosto de 2008

Cielo desnudo

Guarda sus alas de seda mientras se desplaza por la ciudad. Las esconde bajo la cortina dorada de sus cabellos. Cuando todos han cerrado los ojos, incluyendo las hojas de los arboles, la luna y el viento, ella emprende su vuelo y vaga por los cielos desnudos, y así se filtra por los sueños. Pero esa magia inquieta que guarda durante el día, es la misma que la delata, pues se transparenta por el inigualable brillo en la hermosura de sus ojos.

Es la noche del veinticinco de un noveno mes que está por llegar. Sobrevuela los mares en su oscuridad total. Atraviesa la espesura de unas nubes de sal que le impedirán saciar su sed por el resto de la noche, pero ella continua. Yo a distancia oigo el sutil roce de sus alas y no logro despertar. Todo a lo lejos es un mundo mudo que descansa, en donde la noche cae en un silencio que tragaría a cualquiera; pero ella lo escucha todo: los sueños que viajan por el aire que navega; sueños que crean vibraciones en el viento y hacen difusa su vista. Se guía por las ondas flotantes que acarician su cuerpo; por la canción que va tarareando el cielo dormido: una serie eterna de dulces orquestas polifónicas.
Así hasta encontrar al sueño más latente, se filtra por escasos segundos y escucha. Sonríe y a veces se sonroja y la llena una hermosura tan grande, que de ser trazada en un cielo nuevo de este mundo dormido, lo llenaría de nuevas constelaciones.
Al cabo de varios vuelos se acerca la luz del amanecer. Viene con velocidad vertiginosa, pero ella sigue dentro de un sueño donde se percata de ser protagonista. El sol se avecina con zancada larga y sin posibilidad de retroceder; como las páginas de una novela que vuelan por los dedos ante tus ojos y los mios cuando va llegando a su fin...
La noche se le acaba y sus alas se agotan. Le llega por los pies la luz del alborada, y dentro de los pensamientos del soñador, ella lo oye murmurar: la verdad es que si... pienso mucho en ti, y me gusta...

viernes, 1 de agosto de 2008

Cmaj7 vs. Cm7

Despertó un día y supo que ella era la puerta entre dos mundos. Escondida detrás de cada pieza, es la catalizadora del estremecimiento en la luminosidad del sonido; donde las notas son colores que matizan en un infinito baile de emociones.
La conocemos entre nosotros: pianos, guitarras y violines como La Tercera. Siempre sensible, se conmovió enseguida por los aires calientes de la alegría y los vientos fríos de la tristeza; causando así, esta dulce tormenta de tonalidades. Ella es la lluvia calida, cortina del sol, que avecina nubes purpura en cuestión de medio tono en su vacilar. Vibra sobre el marfil de blancas y negras y todos fruncen con gozo el ceño que no tienen.
Cuando un compositor narciso trató de reinventar la rueda musical y omitir a La Tercera, sufrimos un hambre de tensión emotiva. Fue entonces como pintar arco iris rígidos color cemento, o intentar trazar una sonrisa sobre la neutralidad del cero.
En su regreso mayor, nos elevó a una tierra donde el cielo es naranja y amarillo. Donde el polen que cae es gozo y ligereza; y el pasto donde se camina es verde de alborozo, y vibrante de esperanza. Pero cuando menos lo esperábamos, La Tercera retrocedió a su debilidad innata: medio tono atrás; y el mundo entro cambió: Nos sumergimos en menor, a los mares azul violeta, donde nos revolcó su turbulencia en un amargo placer. Como el quebranto de una sirena triste, nos penetró con regodeo hasta el tuétano que nos torció de melancolía.

Fue ella quien pobló de lágrimas el piano destrozado de El viejo, y sonrió nostalgias en las cuerdas de Monalisa. La Tercera es el intervalo mágico y camaleónico, como Etcétera, que aglutina la gama sonora de agridulces colores. La que dibuja una bella cara a la alegría y un rostro palpable a la tristeza. Sin La Tercera, la música carece de vida; y una vida carente de música, aparte de insípida, lejos queda de seguir siendo vida.

jueves, 31 de julio de 2008

La operación de una labor caprichosa

Cuando se trata de fuerza bruta el camino es casi absoluto: se hace o no se hace. En cambio, y me atreveré a decir ''desafortunadamente'', en el ámbito de la creación de algo artístico, no existe solución que venga de la pura fuerza bruta.
Es una tarea voluble y caprichosa que seguramente se levanta todos los días ideando nuevas formas para evadir y confundir al entusiasmado artista o aficionado. Una labor que se despierta tranquila sabiendo lo codiciada que es, y lo ansiosos que estamos todos, por descifrar de principio a fin sus fórmulas y su genética. Ansiosos por llevarla al quirófano y hacerle una cirugía eterna. Una operación donde en la sala de espera se van derritiendo de agonía y derramándose por las esquinas como mercurio líquido, millares de escritores, músicos, cineastas, pintores y demás. Pero esta labor (que por las mañanas se asoma a la ventana y ve el bosque, la selva, el mar: todo debajo de ella) no se altera. Tranquila, abre el ventanal que da la entrada majestuosa a la luz de su sol, y detrás del vaporcito amargo del café que lleva en mano, sonríe y por un momento cree que siente compasión por los pobres y enloquecidos, creadores de cosas. Seguramente su regocijo se encuentra en algún lugar cercano a donde nuestra frustración llega a topar.

De cualquier manera, del quirófano sale uno de los cirujanos con un bisturí en la mano goteando sangre transparente. Los artistas enfiebrados se pisan entre sí para acercársele y escuchar lo que tiene que decir. Se quita la máscara de operación el médico y enseguida, como por arte de magia se le entumece la boca. Trata desesperadamente de contarles los secretos que han descubierto durante la operación, pero sus palabras no son más que sonidos mudos que lo llevan a un desmayo infinito y placentero. Perplejos, todos se dirigen a la sala de operación. Los quince cirujanos en escena, absortos se miran, e igual tratan de pronunciar palabras que se convierten en gritos que nadie escucha y terminan ahogándolos hasta la inconsciencia. Entonces, ante los ojos atónitos de los expectantes artistas paralizados, ella se levanta con tranquilidad. Delgada y alta como siempre, se pone su abrigo oscuro, y su sombrero de ala larga. Abre la puerta de la sala de operaciones con un golpe elegante, y con una mueca de desapego, les desea suerte y se despide caminando, como caminan los poemas hasta desvanecer por los pasillos.

viernes, 27 de junio de 2008

Monalisa

Abriré los ojos y estarás ahí. Como siempre, con esa sonrisa de Monalisa. Observaré tu silueta dulce y delicada: esa línea preciosa que toma vida: seguirá trazando nuevos sueños en cuanto mis párpados vuelvan a caer. De nuevo, seguiré aferrado por conquistarte; por conversar contigo, y soñaré otra vez que vivo dentro de tu universo... Pero tú, te quedarás como siempre, quieta.
Tal vez durante el día, me divulgarás alguna migajita de los secretos que me escondes, y si lo haces, será como si un mar de agua dulce bañara mi cuerpo sediento.
Como de costumbre, me convenceré en pensar que no te soy indiferente; que en tu manera muy única, me dices que tenga paciencia; y de nuevo recordaré que eso es imposible, porque tú no esperas nada de mi. Recordaré que el loco siempre he sido yo. Aún a sabiendas de esto, le pediré a mis manos y a mis oidos que me rindan para regocijarme en ti cada nuevo día. Te sostendré en mis brazos y te apoyaré sobre mis piernas, como todas las mañanas y te cantaré. Te sentiré vibrar y me envolverá tu canción como placenta.
Sentado así, con firmeza te sujetaré del cuello y alguien pasará por fuera de mi casa y se asomará por mi ventana; al vernos, se detendrá con disimulo y no sabrá si aquello que lo captura es mi rostro que duele en tu melodía, o el dulce vibrar de tus cuerdas bajo mis dedos.

miércoles, 18 de junio de 2008

El niño y la hoja

Estaba un niño sentado en la banca de una plaza, hablando con una hoja del árbol que los cubría. En su conversación, el niño le preguntó a la hoja: ¿cómo te distingues de las demás hojas de tu árbol, y cómo sabes si tú eres más bonita o más inteligente que ellas?
La hoja, ya un tanto seca, se le quedó viendo al niño por un rato, y entonces le contestó: Si me comparo de esa manera, me distancio; si me distancio me pierdo; si me pierdo, olvido y dejo de vivir. Yo no nazco en primavera, ni envejezco en otoño, para morir en invierno: Yo soy el árbol.

miércoles, 11 de junio de 2008

El viejo

Había quedado viudo el viejo. Dos semanas transcurridas y ya empezaba a dialogar con la soledad. A ratos se quedaba parado en su cuarto oscurecido, como una torre erguida a punto de derrumbarse. Se mordía los labios y cerraba los puños con fuerza. Tieso, tambaleaba su mirada en el suelo de lado a lado, y minutos después, como si algo lo detonara, tomaba las llaves y salía a la calle con prisa. Hacía todo lo posible por no tener que regresar a ese sitio, que sólo lo embriagaba de recuerdos.

Un día, ya apunto de entrar a su edificio, decidió ya no tomar el ascensor, sino subir por las escaleras de atrás; eran sólo cinco pisos: suficientes para prolongar su llegada a una eternidad. Al comenzar a subir los primeros escalones, de reojo vio algo que le llamó la atención. Giró su cabeza lentamente hacia la izquierda y a primera vista no distinguió mas que un bulto. Cuando por fin se dió cuenta de lo que era, su rostro se convirtió en una inmensa sonrisa de asombro, y sus ojos se llenaron de una inocente alegría cristalina. Aquel bulto era simplemente lo que solía ser un piano negro. Estaba completamente destrozado, como si lo hubieran dejado caer del décimo piso y estuviera ahí por meses. Se veían teclas de marfil blancas y negras regadas caóticamente, cuerdas oxidadas de diferentes grosores y pedazos de madera astillados; sin embargo, el cuerpo o esqueleto del piano se encontraba parado y relativamente vivo. Quizá era el estado de moribundo comatoso en el que ambos se encontraban, lo que los identificó.
En ese momento el viejo, sin duda supo lo que tenía que hacer. Despolvó de su memoria aquel vago sueño que siempre tuvo y nunca realizó: el de ser pianista y compositor; de poder ambientar en una fiesta, acompañar, y ver sus manos bailar sobre las teclas. Sobre la música.

Estaba decidido. Habló entonces con los vecinos para averiguar a quién le pertenecía ese escombro de piano. Resultó ser, definitivamente el vecino del décimo piso, que al tratar de subirlo con varias sogas se les cayó y ahí quedó. El vecino del décimo le contó al viejo de la multa que le habían puesto por no limpiar el escombro, la cual no había liquidado, y entonces le hizo una propuesta: ''Si usted se deshace del piano, yo le pago trescientos pesos'' - El viejo sin dudarlo aceptó la propuesta. Se llevó el escombro, tecla por tecla y cuerda por cuerda, pero no al basurero municipal, sino a su apartamento en el quinto piso.

Durante los siguientes meses, el viejo no hizo nada que no tuviera que ver con la resurrección del piano. Usó el dinero que el vecino le dió y algunos ahorros que tenía, para conseguir el material necesario y los libros que le enseñarían como se construye un piano. Se pasaba las horas leyendo con curiosidad y reparando. Más que viejo, parecía un niño. Tenía una mirada alerta y siempre estaba ocupado en su proyecto. Por las noches, antes de dormir, se tomaba una copita de vino del viejo barril de madera que tenía en la esquina, y recargado sobre la pared contemplaba el avance. Se despertaba muy temprano para aprovechar el día. Lo mantenía vivo el sueño de ser pianista: se visualizaba ahí, tocando y leyendo partituras; sentado por horas frente al piano, con un lápiz descansando en su oreja, y haciendo arreglos aquí y allá a sus nuevas composiciones. Todo eso lo incitaba a continuar en su tarea. Al cabo de cuatro meses de trabajo: de libros viejos, herramienta especial, teclas reparadas, y afinadores, su trabajo estaba a punto de terminar. Después de la nueva pintura negra y un barniz especial para pianos de cola, el viejo celebró la consumación de su obra. El piano parecía estar vestido de traje, y el viejo, lo observaba orgulloso, parado frente a él.

Contrató entonces, una profesora de piano que iba a su casa todos los miércoles por las tardes y le daba las tareas rudimentarias para que así, un día pudiera llegar a ser el pianista que soñaba.
Así pasaron unas semanas en las que, desafortunadamente, la alegría fervorosa del viejo iba en un decrescendo cromático. Sentado ahí, en su banquito con bisagras plateadas, viendo fijamente la partitura, trataba de descifrarla: ''do, mi, sol... sol, mi, do'' . Entonces algo dentro de sí se dió cuenta que aquello que él deseaba no iba a ser cosa fácil, y que sería así por muchos años antes de que pudiera sentirse satisfecho; y no sólo eso, sino que también se dió cuenta que ya no se sentía tan alegre como antes, ni como lo visualizaba. Recordó la euforia que sintió cuando vió por primera vez a su piano hecho trizas, y la extrañó. Quiso imaginar ese momento para evocar una sonrisa, pero... Nada.
De pronto, repasó los hechos en su mente y lo entendió todo. Valoró lo aprendido y de nuevo tuvo la certeza de saber lo que tenía que hacer.
Se puso de pie enseguida y abrió las ventanas del balcón. La luz del sol de un atardecer naciente, entró atropellando sin permiso, y un ligero viento sopló a las cortinas hacia adentro. Luego, con todas sus fuerzas de viejo luchador, inclinó su cuerpo contra el piano, hasta hacerlo deslizar por el balcón y así verlo estrellarse contra el piso cinco pisos abajo.

Ahí parado, con las manos en la cintura, y oyendo el eco de la disonancia eterna, miró de nuevo a su viejo amigo destrozado, y el viejo volvió a sonreír.

miércoles, 21 de mayo de 2008

Etcétera

Etcétera es una chica camaleónica. Es la variable hueca que abarca todo lo que el lector ya tiene entendido. Bueno, eso es lo que dicen de ella. La realidad muy pocos la conocen. Es cierto que vive marginada en los suburbios de todas las ciudades de Palabras. Se sabe que es una chica joven y que se le explota a menudo; que se conforma con que la llamen 'etc' y nunca exige que le escriban su mayúscula. Casi siempre se le ve acompañada de dos o tres novatas, que generación tras generación, siendo idealistas por naturaleza, no desisten a la posibilidad de algún día llegar a ser una Palabra de verdad –una de esas palabras por las que fluye sentimiento y vida–, a las que les sobran sinónimos y las usan con deleite. Cuando los escritores duermen en este hemisferio, Etcétera descansa y sueña tener identidad. Sueña que es "aurora," que es "angustia," o "libélula," y "lucidez," e incluso "ímpetu." Sueña que es escogida delicada y conscientemente y que contribuye en el arte de transmitir un sentimiento; pero a la primera llamada despierta y se da cuenta de su realidad.

"Pero," por otro lado, es un prepotente puberto. Día a día la critica por su escasa demanda en el mundo real de las Palabras. Ella será idealista pero no es tonta. Invariablemente le contesta a Pero de la misma manera: "Tú no tienes mucho de que presumir, Pero. No eres más que una muletilla... una conjunción barata que repite y cansa. Te usan para arrepentirse y contradecirse los escritores, o bien, para invitar a cualquier excusa. No eres palabra todavía y también careces de identidad." A lo que Pero siempre contesta: "Al menos yo no ando con letrero de vacante, invitando a ser mil identidades al final de una enumeración informal."

Esa siempre suele ser una verdad irrefutable para Etcétera. No dejaba de ser hueca. Sumisa a la orden y el capricho del escritor. Se había acostumbrado a conformarse y a existir en la periferia de enunciados y listas agotadas sin trascendencia. Acostumbrada a ser la variable que el inconsciente colectivo llena sin esfuerzo; más bien como reflejo. Acostumbrada a aparecer cuando la vitalidad de una oración ya ha culminado y extinguido. A llegar después de una cadencia muda y partir enseguida. Etcétera se desvanece como la que se va de la fiesta temprano y nadie extraña. Nunca aportando gran cosa en la novela o en la poesía que enamora. Se sienta en la banca y espera. Ve la cancha enorme de juego: El lienzo donde los titulares van intercambiando y compartiendo comillas, puntos y aparte, signos de interrogación, también ve a las pedantes conjunciones y las preposiciones con su típico aire respingado. Observa la camaradería y espera. Espera a que se avecinen las enumeraciones. Espera invisible para todos, y sigue soñando que quizá algún día, quizá en la siguiente página dejará el final de las listas, para jugar en la cancha de las verdaderas oraciones: de los poemas, los cuentos, ensayos, novelas, etc, etc, etc...

viernes, 11 de abril de 2008

Problematica Social en La Argentina

Existe en La Argentina un problema social sin precedentes, que se ha propagado como una plaga. Se encuentra hasta en la esquina más rebuscada de la capital y en mayores índices, en ciertas regiones del país. Desafortunadamente no se ven indicios de mejoramiento o de salvación alguna para aquellos, que como producto de este atropello, terminan siendo las víctimas de nuestra realidad actual. Día a día la situación empeora y todos hacen nada para remediarla. Aparecen cada vez más casos de hombres con los tres síntomas comunes de esta calamidad: Cuellos severamente torcidos, que vuelven insalubre su condición para el trabajo diario; hombres que han quedado con los ojos completamente abiertos, a causa de shock, sin posibilidad alguna de volver a parpadear; y el más común que se ve en hospitales más a menudo: Hombres con lesiones en la cabeza por darse de topes contra el poste de luz, debido a su justificada frustración. Esta situación no es cualquier cosa. Esta plaga se va multiplicando y tiene la naturaleza de poder manifestarse en entidades completamente distintas; con diferentes rasgos, tamaños, colores, inclinaciones e intereses, pero todas estas entidades son portadoras de la esencia que las constituye, y a su vez siguen diariamente perpetuando el problema. Esta problemática social tiene un origen; una razón de ser. La raíz del problema radica en la imposibilidad de alcanzar ''la abundancia total'' en la que se manifiesta la hermosura de las mujeres Argentinas.

lunes, 7 de abril de 2008

Desayuno a la Mexicana

Una cuchara plateada giraba como un péndulo dentro de la taza. Un dedo índice muy fino y un pulgar de piel sedosa la sostenían, y se escuchaba el sutil roce de la porcelana blanca al contacto con el metal. El azúcar morena iba disolviéndose en el fondo, y con el tranquilo vaivén de los dedos, un cardumen de granitos de canela flotaba en espiral.

En un instante los dedos finos apretaron con fuerza desmedida el mango. La cuchara quedó tiesa y asustada, y el café perdió su ritmo. Las yemas de los dedos la apretaban cada vez más fuerte y sin consideración, y un sudor frío se transmitió por el dedo pulgar antes de que fuera inesperadamente abandonada para caer de golpe contra la taza. Fue ahí cuando la cuchara empezó a sufrir, lo que parecía ser, un ataque epiléptico. No solo ella, sino todos alrededor. La taza se convulsionaba bruscamente y hacía gritar al plato que luchaba por sostenerlos. Los sobrecitos de azúcar que habían absorbido el líquido en el plato fueron botados hacia la mesa por los aparatosos movimientos. Todo se sacudía frenéticamente y las cenizas de los cigarrillos Benson se iban desmoronando. Los cigarros que quedaban recargados sobre el cenicero opaco y transparente se caían y rodaban sobre la mesa sin ningún orden. Aquellos dedos finos de sutileza al tacto ya no regresaron. El café había perdido toda calma, y tomaba la identidad de un mar abierto atormentado. Dentro de su ataque, la cuchara se percató del desplazamiento que los llevaba cada vez más y más cerca a la orilla circular de la mesa. Ese abismo incierto se encontraba a diez centímetros ahora y todos trataban de frenar el temblor que los poseía, pero fracasaban.
Cuando quedaban sólo tres centímetros, los espasmos incontenibles seguían enajenados en poseerlos ante su voluntad, y la mesa había entrado un movimiento trepidatorio. La cuchara y el cenicero se miraron por última vez, y leyeron en si mismos el pánico que los embestía. La distancia al abismo se había extinguido. El plato ya no gritaba, y la taza tampoco. Iban ya los tres en picada enfurecida y lo último que la cuchara alcanzó a escuchar, fue como se doblaba el sonido del revolcar del cenicero contra la mesa.

En la mañana siguiente; en alguna otra mesa de desayuno, en algún otro país del mundo, el humo de un cigarrillo Benson leería sobre su mesa, el diario que anunciaba la alarmante noticia del terremoto de 1985 en la ciudad de México.

miércoles, 2 de abril de 2008

Reflexiones

Fué un golpe seco y directo a los ojos. Un estremecimiento que paralizó mis retinas. Quedé vacío y mirando como estatua algo frente a mi. La gente, el ruido en la ciudad y la vida cotidiana se desplazaban como un ferrocarril de alta velocidad que nunca parará. Todos los sonidos se iban derramando a mi alrededor y caían por el embudo de un hoyo negro donde me encontraba yo. Ahí sentado, me envolvió de pies a cabeza sorda, la certeza de que el tiempo que pasé contigo, lo pasé sin ti. Como si hubiera estado en una dimensión aparte, y los momentos que ahora quiero repasar, se consumen a instantes palpables que se resbalan por mis dedos como agua y aceite, y van cayendo al suelo como gotitas, cargando en ellas nuestras memorias y antes de yo poder recobrarlas o mejorarlas se evaporan y desvanecen sin tocar el suelo. Todo, como es de esperar, sigue sin piedad dando vueltas y ahora no tengo duda de lo que perdí.

Si tan solo hubiera imaginado que no te volvería a ver, casi puedo asegurarte que habría estado ahí contigo. Te habría abrazado más. Mucho más. Yo lo sabía: debí haber buscado tu mano al cruzar la calle mas a menudo y saborear esa sonrisa traviesa en tu mirada; de haber caído en esa realidad, me habría despojado de paredes e inquietudes ilusorias. Ahora mismo recuerdo haber querido mencionar lo bonito que bailaba ese vestido montado a tu cintura, pero me quedaba fresca y latente la discución de la tarde. Concientemente vestía con ese seño ridiculo de enojado. ¿Para qué? - la verdad es que no quería encontrar la razón para ser yo quien pidiera disculpas. Por un sinumero de razones, me dejé caer; me dejé vencer en el juego de tontas emociones: de celos, orgullos, y reproches; de bravuras y malentendidos.
Sería mentira si te dijera que eso no me llevo a nada. Me llevó a un puerto de miradas perdidas, donde el horizonte divisa deseos que siguen en vuelo ciego y no aterrizan. Donde nos reunimos todos los que en silencio repetimos: ¡Si tan solo hubiera!

jueves, 27 de marzo de 2008

Escenario: Un Bar

Por la entrada del bar, sentado en una de las primeras mesas, se encuentra un tipo rubio con la mirada perdida. Tiene un cigarrillo en la mano apunto de quemarle los dedos. Los gritos de dos putas gordas afuera sobre la acera, son más fuertes que la música en este sitio con apeste a vomito de cerveza barata.
El piso tiene mosaicos rotos y manchas enormes de cera de vela roja. El mesero camina aprisa y encabronado por haber resbalado por segunda vez. Frente a los baños; en una mesa sucia con una botella de whisky casi vacia, esta un viejo zarrapastroso que le sonrie con mirada pervertida a la prostituta chimuela que tiene sentada en sus piernas. Ella le responde con una falsa mueca agotada. En la esquina contraria: un gordo de barba cerrada hundido en su silla, apoyado torpemente contra la pared. Lleva puesta una camisa que le queda corta y descubre su enorme pansa peluda y su profundo ombligo. Está sentado en una mesa envuelta en humo y perdiendo la paciencia por la mirada desafiante de un tipo rubio con zapatos caros, sentado cerca de la entrada.
Las mesas han sido pintadas varias veces y están todas apolilladas. Una enorme cucaracha emprende una carrera desesperada hacia la cocina desde el piso de la barra. El barman con una toalla blanca sucia al hombro, la ve de reojo y no mueve un dedo. Hay un solo candelabro colgando debilmente del techo enano y le faltan tres focos. Lo sostiene una cadena muy delgada y torcida de metal oxidado y forrado en telarañas. Los focos que apenas aluzan, están cubiertos por vitrales opacos amarillentos. Otros son rojos, y la mayoria estan rajados o rotos.
Se mastica un aire entumido y pastoso, mezclado con sudor de cebolla y alientos calurosos que penetran sin aviso. Cerca de la ventana con reja carcelaria, un hombre pequeño de rodillas temblorosas, sentado sólo. Lleva anteojos de fondo de botella y están empañados. Se enjoroba, mientras cuenta con miedo los billetes que le quedan. Un tipo corpulento de mandibula abnormalmente cuadrada, se encuentra recargado ebriamente contra la pared atrás de el. Lo acecha con su mirada escondida. Lleva una gabardina larga y roída y detrás de la solapa derecha se asoma el mango de una pistola negra con una mancha de sangre aun tibia.