miércoles, 27 de agosto de 2008

El Sumidero

Al despertar, volví a tratar de ver la situación aclarada. Sabía que de alguna manera inexplicable, en ese momento debía mantenerme callado y no insinuar nada al respecto. Ella, al parecer empezaba a cultivar la misma idea, pero no le venía fácil fingir desentenderse. Me cuesta creer que en un espacio tan limitado como esa pocilga en la que subsistíamos, sólo tres veces cruzaron nuestras miradas aquella mañana.
Aparté una de las sillas hacia la ventana y desenvainé una de mis piezas; me encandiló el ardiente brillo del sol en la hoja de mi navaja recién afilada. El viento desértico que nos secaba los labios todas las tardes ahora llegaba temprano. Era como un presagio al que yo le daba la espalda cuando trataba de verme a la cara. No obstante, sabía que todo era cuestión de tiempo ya; que aunque sus palabras ya las había imaginado mil veces, el oírlas viniendo de ella me tumbarían al suelo. Estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para huir de ese momento; pero no hubo necesidad: Ella no era buena en el arte de mentir, por eso cuando me insinuó que le hacía falta una remedio de hierbas, (por lo que tendría que ir yo a pie hasta el pueblo) supe que tramaba algo. Yo que desconfío hasta de mis pensamientos, y por lo mismo soy dueño del arte de borrar huellas, me las ingenié para hacerle creer que ya iba en camino al pueblo. Me resguardé en el viejo pozo de agua que ya nadie usa. En la aldea todos van el pozo de los Jimenez, y ella con su conciencia tan deplorable, no le cruzaría ni en mil años la posibilidad de ir a buscarme a ese hoyo estancado de orines.

La vi salir de la casa con su falda larga y arracadas de fiesta. Volteó a su alrededor y seguí el trayecto de su mirada: Vio la casa de unos hombres, y vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Él la reconoció al salir y se detuvo a esperarla firme con su caballo.
Yo desde mi pozo vi como su mano izquierda apretó con fuerza las riendas, y con la derecha se subía la hebilla plateada del cinturón. No era un Jimenez ni un Morales. A este yo no lo había visto antes. Él, parado ahí como un cacique, no le quitó los ojos de encima mientras el cuerpo de ella y su falda se meneaban seduciendo al mismo cielo que la viera; y este cacique desvistiéndola conforme se aproximaba. Al tenerla frente a él, le dijo algo al oído. Ella volteó para ambos lados sin titubeo y asintió con la cabeza. Él hizo lo mismo y con sus manos de vil ratero la tomó por su frágil cintura para montarla a su caballo. Él montó detrás de ella y se esfumaron cabalgando. Los seguí con la mirada hasta que la pendiente de la colina me cegó. La nube de tierra que elevaron al marcharse me la tragué entera. El viento desértico volvió a soplar y caí en el sumidero de orines a llorar.

Un mes después, un afilador de cuchillos que recorría la calle Tezozomoc, en los lindes entre la colonia Villa Hermosa y la colonia La Nueva, vio a una mujer que se agarraba a un poste de madera como si estuviera borracha. Desvió su camino el afilador lentamente acercándosele, y al estar a sólo unos pasos de ella la reconoció enseguida conforme su cuerpo se desplomaba lentamente con agujeros por la espalda.

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