lunes, 1 de septiembre de 2008

Ortega

Ortega siempre leía el mismo libro. A la misma hora y únicamente tres párrafos de la página 91. Llegó a ser su rutina tan predecible, que los personajes de la historia se aburrieron. Todas las noches al abrir las páginas, ellos montaban la misma escena y repetían exactamente las mismas líneas como ya lo habían hecho mil veces antes. Estaban cansados y hartos de interactuar con los mismos personajes y de incluso haberse memorizado lo que los otros responderían. Aquello que una vez habían sentido poético ahora les sonaba desabrido. Las palabras las sentían falsas y el carácter beligerante, ese empuje que alguna vez hubo, ahora sólo era un lento arrastro de palabras. Lo musitaban todo mecánicamente con un aliento mañanezco que le daba a cada letra un sabor a 'sin embargo'.
Así ocurría cada 9pm: Ortega abría el libro en el capitulo 3, página 91. Los evocaba en un punto preciso donde la trama comenzaba a adquirir velocidad. De ahí, sutilmente se desenvolvía la historia hacia una cadencia que daba aviso a un esperado clímax; era la parte que todos los personajes de la historia esperaban ansiosos; pero ahí mismo, precisamente antes de resolver, al final del tercer párrafo, Ortega decidía no continuar leyendo y cerraba el libro. Era como si los personajes estuvieran clavados con estacas de carpa de circo a esa página. Los estaba volviendo locos la impotencia y la imposibilidad de avanzar en el tiempo; el no poder controlar el desarrollo de la trama que iban tejiendo. Después de todo, era su trama. Eran ellos los que le daban vida a lo que él leía. -¿Quién se creía ese infeliz para apoderarse de su destino de esa manera?- gritaban enfurecidos algunos. Se les veía de lejos y a través de las tapas gruesas del libro como ardían en frustración. Los irrigaba letra por letra, la rabia de saberse manipulados, y sentían como si les estuvieran robando un orgasmo que les pertenecía.

Una de esas noches, habiéndose cerrado el libro, los personajes decidieron ponerse en huelga.
Hablaron con cada una de las palabras que les daba a ellos vida; desde las pequeñas monosílabas, hasta las rebuscadas palabronas intelectuales. Al día siguiente, cuando Ortega empezaba a leer desde el párrafo de siempre, algo lo asustó. Se despegó de un salto del respaldo del sillón y sentado con el libro a centímetros de sus ojos, intentó leer de nuevo: Nada tenía sentido. Era como si las letras de las palabras se hubieran convertido en indescifrables trabalenguas. Apartó su vista y volteó hacia la ventana para cerciorarse de estar cuerdo. Cuando vio que nada había cambiado en la rareza de las palabras, quiso verificar si era el mismo libro. Si lo era. Era su libro: El que tenía innumerables marcas de lápiz y esquinas de páginas dobladas; el que debía estar siempre ahí indefectiblemente para brindarle lo que él buscaba, y cuando él lo buscaba. Pero esa noche Ortega sucumbió: cerró lentamente el libro, como si temiera que de pronto despertará algún espíritu escondido entre las páginas... lo puso en el lugar de siempre y llamó a su analista. Colgó, y con los cordones de los zapatos arrastrando el suelo, salió de casa.

A la noche siguiente, todo parecía haber regresado a la normalidad para Ortega. Para su fortuna, la página 91 volvía a ser la misma de antes. Con mucha más calma se recargó en el sillón y leyó lentamente: saboreaba los espacios, los matices y las características tan distintivas de cada uno de los personajes de la historia; pero desafortunadamente, al llegar al final del tercer párrafo, sus ojos se detuvieron como siempre. Como si hubieran topado con una barda invisible que les impidiera seguir leyendo; o como si de alguna manera inexplicable esos ojos creyeran haber llegado al fin, y con tranquilidad pudieran despegarase fuera del libro para encarar sin remordimiento alguno esa vida humana. Las tapas del libro volvieron a caer de golpe, dándoles oscuridad a los personajes atónitos una vez más.
Se congregaron de nuevo, y ahora mucho más furiosos, todos los personajes de la página 91 para pergeñar un plan de ataque. Sentados en semicírculo, sobre guiones y paréntesis, (que no les molestaba servir de asientos, aparte de ser mudos) comenzaron a discutir sin rumbo alguno. Uno de ellos, al ver lo inquietante que se tornaba el ambiente: voces en desacuerdo, gritos de frustración, e insultos de carácter amarillento... elevó su voz hasta ver a todos callar. Así, dándose el rol de líder, soltó este breve discurso para alentar a los temerosos y ejecutar el plan: ''Nosotros, nobles personajes... no fuimos creados para yacer estáticos a la merced de este lector. No podemos seguir conformándonos a vivir atados al teatro de la página 91. ¡Démonos valor, pues coraje nos sobra, para continuar! -Yo, al igual que ustedes, quiero ver mi llanto crecer y oír mi risa jugar; quiero verla dar saltos y prolongar su rima al vacilar en nuestras palabras... Tenemos todavía muchos capítulos que recorrer, obras que desarrollar y en cuales crecer, para así, con gusto morir...'' Se alzaron todos con gritos de euforia al sentir retumbar en sus entrañas las palabras del nuevo líder; les recorrió algo parecido a un escalofríos que hasta los números de las páginas contiguas se estremecieron. El plan lo llevaron acabo.

Al día siguiente, habiendo Ortega recorrido los estrictos caminos de su rutina diaria, se dispuso a concluir el día con la lectura de la página 91. Se llevo el libro al sillón de siempre, se recargó en el respaldo viejo acojinado y al abrir la página marcada se detuvo. Leyó una vez. Leyó otra vez, y otra vez hasta el final del tercer párrafo, pero no logró encontrar a ninguno de los personajes que debían de estar ahí. En su lugar interactuaban y relataban una historia completamente distinta otros individuos que le eran ajenos a Ortega. Revisó la página anterior sin suerte; entonces, buscó a sus personajes perdidos en la página 92, y en la 93, y en la 94, y así leyó, y leyó, y leyó buscando desesperadamente por todas las páginas y capítulos siguientes. Ya no sabía si se mantenía aferrado al libro por estar absorto en la lectura o por la búsqueda incongruente. Llegó así finalmente a la última página. Jamás pudo encontrar rastro alguno de los personajes que había visto apenas la noche anterior... Con una agobiante lentitud cerró el libro, y desde su regazo se le quedó viendo muy quieto a las tapas gruesas. Después de un rato inmóvil, asintió con la cabeza, lenta y continuamente, y dejó escapar una ligera mueca: algo semejante a un intento de apacible sonrisa. Al día siguiente, su rutina cambió.

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