miércoles, 11 de junio de 2008

El viejo

Había quedado viudo el viejo. Dos semanas transcurridas y ya empezaba a dialogar con la soledad. A ratos se quedaba parado en su cuarto oscurecido, como una torre erguida a punto de derrumbarse. Se mordía los labios y cerraba los puños con fuerza. Tieso, tambaleaba su mirada en el suelo de lado a lado, y minutos después, como si algo lo detonara, tomaba las llaves y salía a la calle con prisa. Hacía todo lo posible por no tener que regresar a ese sitio, que sólo lo embriagaba de recuerdos.

Un día, ya apunto de entrar a su edificio, decidió ya no tomar el ascensor, sino subir por las escaleras de atrás; eran sólo cinco pisos: suficientes para prolongar su llegada a una eternidad. Al comenzar a subir los primeros escalones, de reojo vio algo que le llamó la atención. Giró su cabeza lentamente hacia la izquierda y a primera vista no distinguió mas que un bulto. Cuando por fin se dió cuenta de lo que era, su rostro se convirtió en una inmensa sonrisa de asombro, y sus ojos se llenaron de una inocente alegría cristalina. Aquel bulto era simplemente lo que solía ser un piano negro. Estaba completamente destrozado, como si lo hubieran dejado caer del décimo piso y estuviera ahí por meses. Se veían teclas de marfil blancas y negras regadas caóticamente, cuerdas oxidadas de diferentes grosores y pedazos de madera astillados; sin embargo, el cuerpo o esqueleto del piano se encontraba parado y relativamente vivo. Quizá era el estado de moribundo comatoso en el que ambos se encontraban, lo que los identificó.
En ese momento el viejo, sin duda supo lo que tenía que hacer. Despolvó de su memoria aquel vago sueño que siempre tuvo y nunca realizó: el de ser pianista y compositor; de poder ambientar en una fiesta, acompañar, y ver sus manos bailar sobre las teclas. Sobre la música.

Estaba decidido. Habló entonces con los vecinos para averiguar a quién le pertenecía ese escombro de piano. Resultó ser, definitivamente el vecino del décimo piso, que al tratar de subirlo con varias sogas se les cayó y ahí quedó. El vecino del décimo le contó al viejo de la multa que le habían puesto por no limpiar el escombro, la cual no había liquidado, y entonces le hizo una propuesta: ''Si usted se deshace del piano, yo le pago trescientos pesos'' - El viejo sin dudarlo aceptó la propuesta. Se llevó el escombro, tecla por tecla y cuerda por cuerda, pero no al basurero municipal, sino a su apartamento en el quinto piso.

Durante los siguientes meses, el viejo no hizo nada que no tuviera que ver con la resurrección del piano. Usó el dinero que el vecino le dió y algunos ahorros que tenía, para conseguir el material necesario y los libros que le enseñarían como se construye un piano. Se pasaba las horas leyendo con curiosidad y reparando. Más que viejo, parecía un niño. Tenía una mirada alerta y siempre estaba ocupado en su proyecto. Por las noches, antes de dormir, se tomaba una copita de vino del viejo barril de madera que tenía en la esquina, y recargado sobre la pared contemplaba el avance. Se despertaba muy temprano para aprovechar el día. Lo mantenía vivo el sueño de ser pianista: se visualizaba ahí, tocando y leyendo partituras; sentado por horas frente al piano, con un lápiz descansando en su oreja, y haciendo arreglos aquí y allá a sus nuevas composiciones. Todo eso lo incitaba a continuar en su tarea. Al cabo de cuatro meses de trabajo: de libros viejos, herramienta especial, teclas reparadas, y afinadores, su trabajo estaba a punto de terminar. Después de la nueva pintura negra y un barniz especial para pianos de cola, el viejo celebró la consumación de su obra. El piano parecía estar vestido de traje, y el viejo, lo observaba orgulloso, parado frente a él.

Contrató entonces, una profesora de piano que iba a su casa todos los miércoles por las tardes y le daba las tareas rudimentarias para que así, un día pudiera llegar a ser el pianista que soñaba.
Así pasaron unas semanas en las que, desafortunadamente, la alegría fervorosa del viejo iba en un decrescendo cromático. Sentado ahí, en su banquito con bisagras plateadas, viendo fijamente la partitura, trataba de descifrarla: ''do, mi, sol... sol, mi, do'' . Entonces algo dentro de sí se dió cuenta que aquello que él deseaba no iba a ser cosa fácil, y que sería así por muchos años antes de que pudiera sentirse satisfecho; y no sólo eso, sino que también se dió cuenta que ya no se sentía tan alegre como antes, ni como lo visualizaba. Recordó la euforia que sintió cuando vió por primera vez a su piano hecho trizas, y la extrañó. Quiso imaginar ese momento para evocar una sonrisa, pero... Nada.
De pronto, repasó los hechos en su mente y lo entendió todo. Valoró lo aprendido y de nuevo tuvo la certeza de saber lo que tenía que hacer.
Se puso de pie enseguida y abrió las ventanas del balcón. La luz del sol de un atardecer naciente, entró atropellando sin permiso, y un ligero viento sopló a las cortinas hacia adentro. Luego, con todas sus fuerzas de viejo luchador, inclinó su cuerpo contra el piano, hasta hacerlo deslizar por el balcón y así verlo estrellarse contra el piso cinco pisos abajo.

Ahí parado, con las manos en la cintura, y oyendo el eco de la disonancia eterna, miró de nuevo a su viejo amigo destrozado, y el viejo volvió a sonreír.