viernes, 1 de agosto de 2008

Cmaj7 vs. Cm7

Despertó un día y supo que ella era la puerta entre dos mundos. Escondida detrás de cada pieza, es la catalizadora del estremecimiento en la luminosidad del sonido; donde las notas son colores que matizan en un infinito baile de emociones.
La conocemos entre nosotros: pianos, guitarras y violines como La Tercera. Siempre sensible, se conmovió enseguida por los aires calientes de la alegría y los vientos fríos de la tristeza; causando así, esta dulce tormenta de tonalidades. Ella es la lluvia calida, cortina del sol, que avecina nubes purpura en cuestión de medio tono en su vacilar. Vibra sobre el marfil de blancas y negras y todos fruncen con gozo el ceño que no tienen.
Cuando un compositor narciso trató de reinventar la rueda musical y omitir a La Tercera, sufrimos un hambre de tensión emotiva. Fue entonces como pintar arco iris rígidos color cemento, o intentar trazar una sonrisa sobre la neutralidad del cero.
En su regreso mayor, nos elevó a una tierra donde el cielo es naranja y amarillo. Donde el polen que cae es gozo y ligereza; y el pasto donde se camina es verde de alborozo, y vibrante de esperanza. Pero cuando menos lo esperábamos, La Tercera retrocedió a su debilidad innata: medio tono atrás; y el mundo entro cambió: Nos sumergimos en menor, a los mares azul violeta, donde nos revolcó su turbulencia en un amargo placer. Como el quebranto de una sirena triste, nos penetró con regodeo hasta el tuétano que nos torció de melancolía.

Fue ella quien pobló de lágrimas el piano destrozado de El viejo, y sonrió nostalgias en las cuerdas de Monalisa. La Tercera es el intervalo mágico y camaleónico, como Etcétera, que aglutina la gama sonora de agridulces colores. La que dibuja una bella cara a la alegría y un rostro palpable a la tristeza. Sin La Tercera, la música carece de vida; y una vida carente de música, aparte de insípida, lejos queda de seguir siendo vida.

jueves, 31 de julio de 2008

La operación de una labor caprichosa

Cuando se trata de fuerza bruta el camino es casi absoluto: se hace o no se hace. En cambio, y me atreveré a decir ''desafortunadamente'', en el ámbito de la creación de algo artístico, no existe solución que venga de la pura fuerza bruta.
Es una tarea voluble y caprichosa que seguramente se levanta todos los días ideando nuevas formas para evadir y confundir al entusiasmado artista o aficionado. Una labor que se despierta tranquila sabiendo lo codiciada que es, y lo ansiosos que estamos todos, por descifrar de principio a fin sus fórmulas y su genética. Ansiosos por llevarla al quirófano y hacerle una cirugía eterna. Una operación donde en la sala de espera se van derritiendo de agonía y derramándose por las esquinas como mercurio líquido, millares de escritores, músicos, cineastas, pintores y demás. Pero esta labor (que por las mañanas se asoma a la ventana y ve el bosque, la selva, el mar: todo debajo de ella) no se altera. Tranquila, abre el ventanal que da la entrada majestuosa a la luz de su sol, y detrás del vaporcito amargo del café que lleva en mano, sonríe y por un momento cree que siente compasión por los pobres y enloquecidos, creadores de cosas. Seguramente su regocijo se encuentra en algún lugar cercano a donde nuestra frustración llega a topar.

De cualquier manera, del quirófano sale uno de los cirujanos con un bisturí en la mano goteando sangre transparente. Los artistas enfiebrados se pisan entre sí para acercársele y escuchar lo que tiene que decir. Se quita la máscara de operación el médico y enseguida, como por arte de magia se le entumece la boca. Trata desesperadamente de contarles los secretos que han descubierto durante la operación, pero sus palabras no son más que sonidos mudos que lo llevan a un desmayo infinito y placentero. Perplejos, todos se dirigen a la sala de operación. Los quince cirujanos en escena, absortos se miran, e igual tratan de pronunciar palabras que se convierten en gritos que nadie escucha y terminan ahogándolos hasta la inconsciencia. Entonces, ante los ojos atónitos de los expectantes artistas paralizados, ella se levanta con tranquilidad. Delgada y alta como siempre, se pone su abrigo oscuro, y su sombrero de ala larga. Abre la puerta de la sala de operaciones con un golpe elegante, y con una mueca de desapego, les desea suerte y se despide caminando, como caminan los poemas hasta desvanecer por los pasillos.