jueves, 2 de julio de 2009

El lector de gritos

Todo comenzó con un grito. Como todo nacimiento, salió del vientre disparado, proyectando un chillido que aturdió a más de una enfermera. Mientras lo cargaban de las axilas emplacentado, continuaba su aullido e iba marcando así su llegada y la cuenta regresiva hacia su último momento en vida. Su caso hasta este punto no era algo extraordinario.

Desde chico mostró una devoción a observar con detalle los gestos en las personas: Las sonrisas le traían calma, las caras soñadoras se le hacían placenteras, pero lo que más le interesaba eran los gritos de la gente; le fascinaba ver el momento en que sus caras se revestían, imprimiendo un sello en su rostro, y haciendo así de cada grito un gesto inconfundible. Sus primeras experiencias fueron observando a los que gritan en silencio; recorría las calles ajetreadas y se enfocaba únicamente en leer esos rostros con pulpa fresca de implosión: ojos que barren el suelo y se cargan al hombro todo la basura que encuentran por el camino; puños cerrados de fiebre rencorosa, labios curtidos en cejas encabronadas y el brillo despavorido de aquél que comienza una vida en abandono, sin más techo ni choza que la calle, sus ruidos y un cielo frío.
Con el transcurso del tiempo había logrado reconocer y catalogar en su memoria la mayoría de los gestos de gritos que más a menudo encontraba; reconocía instantáneamente el grito interno del dolor de muelas, el estomacal, el de un corazón exprimido y ahogándose, el de una caída y un brazo roto, el orgásmico y placentero (que normalmente iba acompañado con boca abierta grande, ojos perdidos al cielo y la espalda encorvada), el grito de hambre, el de 'más leche mamá' en el autobús, y el grito mudo que quiebra por dentro, sigiloso, a un suicida en potencia.
También le gustaban en especial otros tipos de gritos; los gritos de vida, como a él le gustaba llamarlos. Se detenía a observar a algunos músicos en la calle. Ellos no gritaban mucho, pero cuando lo hacían parecían disfrutarlo. Se quedaba recargado contra un poste de luz y veía como aquel guitarrista sentado en un banquito con su guitarra vieja y barba recién dejada la almohada, hacía llorar a la guitarra (o al menos así le parecía, guiándose por los gestos del músico). Sus dedos se movían de un lado a otro con agilidad y las cuerdas se veían vibrar sin parar... En veces conforme tocaba ciertas melodías, estallaba en él un gesto parecido al del dolor, pero no lo era; era algo distinto. Lo hacía torcerse y volteaba hacia el cielo como pidiendo que lloviera o dándole las gracias a alguien. Era una mezcla entre melancolía, euforia y ya no soy de este mundo.
Ese tipo de gritos no los encontraba muy seguido, por lo que le gustaba coleccionarlos en su memoria y en el silencio absoluto de sus pasos por las calles, los mezclaba con la frecuencia baja del palpitar de sus venas en todo su cuerpo... Ensimismado camino a casa, no escuchó (como nunca escucha) a la gente que le gritaba por detrás, y no volteó hacia los lados, como debió haberlo hecho, para darse cuenta. Al camión le fue muy tarde pisar el freno, y él, con la milésima de segundo que le permitió reaccionar, sintió su rostro revestirse al gesto congelado de aquél que ve su vida desaparecer en un instante.

1 comentario:

Coni Salgado dijo...

Impecable comienzo...

Todo comenzó con un grito.

solo eso... y para atrapar al lector no hace falta nada más...

Impecable final...

sintió su rostro revestirse al gesto congelado de aquél que ve su vida desaparecer en un instante.

IMPECABLE, con mayúsculas...

besos

Coni