miércoles, 11 de marzo de 2009

Luz incandescente

Por fin volvía a ser el de siempre. Volvía a sentir el flujo incesante del rechazo ante todo. Volvía a sentir el sudor frío y rabiosamente depresivo en nudos de flema que lo atragantaban al llorar sin saber bien por qué; vestía su rostro con esa mirada metamorfósica entre la timidez y el llanto: los labios secos con las comisuras caídas hacia dos esquinas de un cuadrilátero imaginario, y los ojos de parvo virus canino cristalizándose.
Veía la nube oscura tan familiar, rozando el suelo que le hacía saberse infinitamente atado a lo más profundo de su ser, de una manera que cualquier falso mediocre crónico, desearía no estar.
Su estado era tal, que ponía en alto a los demás moribundos, y eso, dentro de su oscuridad infinita, de alguna manera lúgubre y masoquista, le daba un gozo delirante en el que se regocijaba al abrir los ojos y ver todo su derredor como una caída continua al abismo.
Cuatro paredes lo apretaban a un contorno de metro y medio, y le permitían ver, para su fortuna, la imposibilidad de volver a levantarse. Eso lo tranquilizaba.

Llegó el día en que murió y se dio cuenta de algo...
Su tristeza lo acaparó al grado que ya no la sentía más. Tampoco sintió alegría. Simplemente, no sintió nada. Aleteó los brazos, como un pelícano enlodado aprendiendo a volar, pues no distinguía ese torpe bulto tumbado sobre el piso. Volteó a su alrededor descubriendo el lado neutral de todo: las paredes manchadas, el piso sucio, los muebles rotos, e incluso su vestimenta y su piel apestosa; lo vio como si se encontrara en un mundo al que jamás había entrado a observar, pero sin la inquietud o curiosidad de querer ver más. Ahí, con la pared recargada sobre su espalda, caminó su vista lentamente de lado a lado y soltó una carcajada cavernosa que fue seguida por una serie de risas incontenibles. Su cuerpo comenzó a encorvarse, como armadillo listo para rodar; su cara se apretaba en un gesto explosivamente arrugado, conforme su cabeza se mecía brusca, al retorcerse desde el abdomen. No sabía bien qué lo hacia reír ni lograba detenerse para cuestionarlo. El piso fue empapándose de su orina, al igual que las lágrimas sobre su cara; sus manos exprimían su estómago, como si aprisionara ahí dentro, el origen del mejor chiste... poco a poco le fue faltando aire hasta quedar asfixiado, y de nuevo, murió.

Cuando lo encontraron muerto en su pieza, dedujeron que la tristeza lo había vuelto loco, y desinteresadamente lo llevaron envuelto en sus mismas sábanas sucias a la morgue, donde lo etiquetaron, como a todos los callejeros a los que la falda de la tristeza los deslumbra.

...momentos después, bajo la luz incandescente de un quirófano, en una ciudad ajena a él, volvió a abrir los ojos, y escuchó su propio llanto retumbar dentro de su frágil cuerpo de bebé.