jueves, 16 de julio de 2009

Emborracharse es sano

El no emborracharse es no querer escapar por un rato de esta realidad. Es aceptar todo esto como algo coherente. –como un posible terreno para fermentar alegrías– y flotar así, sobrio y conforme, sobre la incongruencia infinita, es sin duda el primer indicio hacia la demencia.

¡Salud!

jueves, 2 de julio de 2009

El lector de gritos

Todo comenzó con un grito. Como todo nacimiento, salió del vientre disparado, proyectando un chillido que aturdió a más de una enfermera. Mientras lo cargaban de las axilas emplacentado, continuaba su aullido e iba marcando así su llegada y la cuenta regresiva hacia su último momento en vida. Su caso hasta este punto no era algo extraordinario.

Desde chico mostró una devoción a observar con detalle los gestos en las personas: Las sonrisas le traían calma, las caras soñadoras se le hacían placenteras, pero lo que más le interesaba eran los gritos de la gente; le fascinaba ver el momento en que sus caras se revestían, imprimiendo un sello en su rostro, y haciendo así de cada grito un gesto inconfundible. Sus primeras experiencias fueron observando a los que gritan en silencio; recorría las calles ajetreadas y se enfocaba únicamente en leer esos rostros con pulpa fresca de implosión: ojos que barren el suelo y se cargan al hombro todo la basura que encuentran por el camino; puños cerrados de fiebre rencorosa, labios curtidos en cejas encabronadas y el brillo despavorido de aquél que comienza una vida en abandono, sin más techo ni choza que la calle, sus ruidos y un cielo frío.
Con el transcurso del tiempo había logrado reconocer y catalogar en su memoria la mayoría de los gestos de gritos que más a menudo encontraba; reconocía instantáneamente el grito interno del dolor de muelas, el estomacal, el de un corazón exprimido y ahogándose, el de una caída y un brazo roto, el orgásmico y placentero (que normalmente iba acompañado con boca abierta grande, ojos perdidos al cielo y la espalda encorvada), el grito de hambre, el de 'más leche mamá' en el autobús, y el grito mudo que quiebra por dentro, sigiloso, a un suicida en potencia.
También le gustaban en especial otros tipos de gritos; los gritos de vida, como a él le gustaba llamarlos. Se detenía a observar a algunos músicos en la calle. Ellos no gritaban mucho, pero cuando lo hacían parecían disfrutarlo. Se quedaba recargado contra un poste de luz y veía como aquel guitarrista sentado en un banquito con su guitarra vieja y barba recién dejada la almohada, hacía llorar a la guitarra (o al menos así le parecía, guiándose por los gestos del músico). Sus dedos se movían de un lado a otro con agilidad y las cuerdas se veían vibrar sin parar... En veces conforme tocaba ciertas melodías, estallaba en él un gesto parecido al del dolor, pero no lo era; era algo distinto. Lo hacía torcerse y volteaba hacia el cielo como pidiendo que lloviera o dándole las gracias a alguien. Era una mezcla entre melancolía, euforia y ya no soy de este mundo.
Ese tipo de gritos no los encontraba muy seguido, por lo que le gustaba coleccionarlos en su memoria y en el silencio absoluto de sus pasos por las calles, los mezclaba con la frecuencia baja del palpitar de sus venas en todo su cuerpo... Ensimismado camino a casa, no escuchó (como nunca escucha) a la gente que le gritaba por detrás, y no volteó hacia los lados, como debió haberlo hecho, para darse cuenta. Al camión le fue muy tarde pisar el freno, y él, con la milésima de segundo que le permitió reaccionar, sintió su rostro revestirse al gesto congelado de aquél que ve su vida desaparecer en un instante.

jueves, 16 de abril de 2009

Iniciador de principios

La faja rabiosa averiaba el flujo de sangre hacia su pecho. El abdomen hinchado lo oprimía hacia las rodillas conforme apresuraba el paso. Iba reflejando en vidrios oscuros la rigidez de su falda, bordada a retazos de tela de sofá de abuelos. Un gendarme sepultado yacía estoico en un retrato dentro de su bolso. Diez metros atrás, habiendo ella bajado tres pisos en escalera, dos semáforos en rojo, un ciclista que la violó en piropos y una cuadra de vidrios polarizados, el frustrador de amantes abría la puerta de un edificio y daba comienzo a su día: vestido de negro y con zapatillas rojas, la seguía desde la cuadra contraria.
En la alameda, adonde ambos se dirigían, y donde el amante en potencia esperaba sentado en una banca impermeabilizada contra caca de paloma, vacilaba entre sus manos un bolígrafo que estaba a punto de chorrear tinta azul; él sin darse cuenta, fijaba su vista en la avenida donde esperaba que ella apareciera.
Recargado contra un árbol en la misma alameda, a unos metros del kiosco donde tres niños patinaban y su madre sonreía, el iniciador de principios se frotaba las manos como si estuviera frente a una chimenea, deseoso de soplar su vaho entre los dedos. Ella apareció por la avenida que él esperaba, y el bolígrafo chorreó en su mano y sobre la bastilla de su pantalón; el frustrador de amantes apresuró de pronto el paso hasta alcanzarla y ponerse frente a ella dando un salto de sorpresa, como si esperara que lo reconociera al propinarle su sonrisa de luna. El amante en potencia se levantó de la banca impermeabilizada de caca y estiró el cuello de guajolote hacia la avenida donde se aproximaba ella. El frustrador de amantes le tapaba toda visibilidad a los gestos de extrañez con los que ella como reflejo contestaba. El iniciador de principios había soplado un vaho imaginario entre sus dedos y con las manos sobre el pasto y la raíz del árbol, se impulsó para dar comienzo a su caminata semejante a la de un vagabundo esclarecido, que con calma alimenta a sus gallinas lanzándoles maíz con desapego. El frustrador de amantes retrocedió con ella por breves segundos adonde la avenida se doblaba ciega; enseguida ella le agradeció con una sonrisa y continuó en su trayecto hacia la banca impermeabilizada de caca, donde la esperaba ahora, un chorro de tinta azul, un tipo con tranquilidad de vagabundo y un vaho transparente, entre su sonrisa y el frotar de sus manos.

jueves, 19 de marzo de 2009

Obsidiana

Recargó el codo la noche sobre un hilo y se quedó viéndolos en silencio. Un soplo de su aliento a hojas de agua escapó, entró por la ventana abierta e hizo volar en ella su cabello. Observó fijamente las manos de él que sujetaban su cintura; resbaló sus ojos como por un tobogán de agua hacia ella, como las gotas de sudor hacia su sexo y los observó allá lejos: el cabello como obsidiana líquida goteando palabras espesas y empañadas de gemidos, ojos cerrados hacia el cielo negro, sus uñas hundidas en los brazos de él, y él aun sin tocar tierra...
Un golpe seco abrió la puerta brusca, un brazo firme proyectó su sombra y los mordió roja la noche.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Luz incandescente

Por fin volvía a ser el de siempre. Volvía a sentir el flujo incesante del rechazo ante todo. Volvía a sentir el sudor frío y rabiosamente depresivo en nudos de flema que lo atragantaban al llorar sin saber bien por qué; vestía su rostro con esa mirada metamorfósica entre la timidez y el llanto: los labios secos con las comisuras caídas hacia dos esquinas de un cuadrilátero imaginario, y los ojos de parvo virus canino cristalizándose.
Veía la nube oscura tan familiar, rozando el suelo que le hacía saberse infinitamente atado a lo más profundo de su ser, de una manera que cualquier falso mediocre crónico, desearía no estar.
Su estado era tal, que ponía en alto a los demás moribundos, y eso, dentro de su oscuridad infinita, de alguna manera lúgubre y masoquista, le daba un gozo delirante en el que se regocijaba al abrir los ojos y ver todo su derredor como una caída continua al abismo.
Cuatro paredes lo apretaban a un contorno de metro y medio, y le permitían ver, para su fortuna, la imposibilidad de volver a levantarse. Eso lo tranquilizaba.

Llegó el día en que murió y se dio cuenta de algo...
Su tristeza lo acaparó al grado que ya no la sentía más. Tampoco sintió alegría. Simplemente, no sintió nada. Aleteó los brazos, como un pelícano enlodado aprendiendo a volar, pues no distinguía ese torpe bulto tumbado sobre el piso. Volteó a su alrededor descubriendo el lado neutral de todo: las paredes manchadas, el piso sucio, los muebles rotos, e incluso su vestimenta y su piel apestosa; lo vio como si se encontrara en un mundo al que jamás había entrado a observar, pero sin la inquietud o curiosidad de querer ver más. Ahí, con la pared recargada sobre su espalda, caminó su vista lentamente de lado a lado y soltó una carcajada cavernosa que fue seguida por una serie de risas incontenibles. Su cuerpo comenzó a encorvarse, como armadillo listo para rodar; su cara se apretaba en un gesto explosivamente arrugado, conforme su cabeza se mecía brusca, al retorcerse desde el abdomen. No sabía bien qué lo hacia reír ni lograba detenerse para cuestionarlo. El piso fue empapándose de su orina, al igual que las lágrimas sobre su cara; sus manos exprimían su estómago, como si aprisionara ahí dentro, el origen del mejor chiste... poco a poco le fue faltando aire hasta quedar asfixiado, y de nuevo, murió.

Cuando lo encontraron muerto en su pieza, dedujeron que la tristeza lo había vuelto loco, y desinteresadamente lo llevaron envuelto en sus mismas sábanas sucias a la morgue, donde lo etiquetaron, como a todos los callejeros a los que la falda de la tristeza los deslumbra.

...momentos después, bajo la luz incandescente de un quirófano, en una ciudad ajena a él, volvió a abrir los ojos, y escuchó su propio llanto retumbar dentro de su frágil cuerpo de bebé.

miércoles, 11 de febrero de 2009

Voz de madera

Se le acercó por detrás y le tocó el hombro. Ella volteó como si hubiera estado esperándolo, con un semblante pasivo y con los mismos ojos sonámbulos con los que riega sus macetas amontonadas en casa. Llevaba frescos los pliegues de una sonrisa oculta, como la que ve a su gato soñoliento pidiéndole más leche. El la percibió simplemente como una tierna mirada bovina. Se pronunciaron gestos y cejas invitándose de la mano hacia la pista. La tomó de la cintura y sus manos se convirtieron en ojos y en lengua al sentir de ella su esbelta cadencia, pidiendo insidiosamente tenerlo más cerca aún... su mano oscilaba lenta y vacilante entre un torso aterciopelado negro y el comienzo de una leve curvatura llegando al rostro de sus nalgas perfectas. Ella recargó su frente con la de él y se vieron envueltos en un vaho dulce de labios mordidos, ojos entreabiertos y cuerpos como balsas naufragas navegando en un mar tranquilo, donde aun descansa la noche.

...siempre se me antojó tu mirada a un campo fértil para enamorarme, para sembrar mi cariño de cocodrilo exhausto, y para un día llegar enlodado de congoja a cosechar en lo amplio de tu llano mis lágrimas insulsas.

Con voz de madera seca se levantó la mañana en que ella había partido... recordó sus ojos como una melodía ondulada, violeta y suave en las orillas. De haber tenido espejo en la cocina, se habría percatado de su típica arruga gruesa sobre las cejas encontradas, como la del semblante de un taxista perdido, y habría pensado:
Que extraño el pararse frente a la mesa de desayuno, y mientras me quemo los dedos con el mango de la olla oxidada donde caliento el café, me doy cuenta que la manera de pensarte es otra mucho más palpable ahora; antes un rostro semi nebuloso que se esfumaba en cuanto volteaba a verlo de frente, y ahora eres esa cosa rara, ese vaporcito que siento dentro que me hace inflar el pecho de un aire caliente, hormigueo que no controlo, marabunta de imágenes, tus cabellos, en el amazonas que me pierde cuando me miras a oscuras, cuando quiero pensar que me miras si duermo, y que te alegra sentirme cuando apenas tus ojitos se abren en esta mañana fría, que mi almohada me tira a loco por abrazarla fuerte, y no se queja porque se hace de la vista gorda, como la vecina que no para de comer tamales, la cabrona...